Parece mentira que a estas alturas, más de un siglo después de la
polémica fecha “oficial” del nacimiento del cómic tal y como lo
conocemos hoy en día, los aficionados al medio todavía tengamos que
justificarnos por nuestra afición a la lectura de historias a través de
una secuencia de dibujos estructurados en forma de viñetas. Muchos,
muchísimos lectores clasistas de esos tan snobs y selectivos que solo
leen tochos infumables de gente a la que no la conoce ni dios, aun le
hacen ascos o sienten reparos a la hora de acercarse a una vertiente
narrativa tan válida como cualquier otra, y si hablamos de gente que no
tiene un hábito lector ya, ni te cuento. Y lo mejor de todo es que
prácticamente todos nosotros nos iniciamos en la lectura a través de los
tebeos. Cuántas veces no habré oído aquello de: “Jo, tío, yo de
pequeño los tenía todos de (este o aquel personaje) y no veas lo bien
que me lo pasaba y las pechás de reír que me metía con ellos”; a lo que mi respuesta siempre es la misma: “Entonces, ¿por qué dejaste de leerlos?”
No es hasta que, muy de tarde en tarde, algún autor de peso (pero de
peso de verdad; de esos que exclamas “¡hostias! cuando ves su nombre en
la cabecera de un trabajo nuevo) publica un libro en un formato fuera de
lo habitual cuando los repipis que reniegan de sus orígenes lectores se
deshacen en loas y alabanzas ante lo más nuevo, mejor y “experimental”
de un autor encumbrado.
Tal es el caso de muchos que se cayeron de morros cuando vieron el
nombre del mismísimo Paul Auster (1947, EE.UU) encabezando una segunda
versión de la primera parte de su reconocida Trilogía de Nueva York, Ciudad de cristal,
en una fantástica adaptación firmada por los dibujantes Paul Karasik
(EE.UU, 1956) y David Mazzucchelli (EEUU, 1960) y prologada por el
incitador del proyecto desde un principio, el también reconocido autor
de cómics Art Spiegelman, responsable, entre otras maravillas, de Maus.
Spiegelman, amigo personal de Auster, le hizo la propuesta de
colaborar en una novela gráfica con un texto inédito, y de tal charla
nació una idea que el vivales de Paul aprovechó para escribir una novela
convencional al uso, Mr. Vértigo, invitando, eso si, al
bueno de Art a realizar la ilustración de portada del libro. También le
propuso la idea de adaptar cualquiera de las novelas que ya tenía
escritas con anterioridad, y pronto salió a relucir el título Ciudad de cristal. Tras darle muchas vueltas, Art se puso en contacto con David Mazzucchelli, autor catapultado al éxito por sus trabajos en Batman. Año Uno y Daredevil: Born again
junto a Frank Miller. El dibujante aceptó el envite con ganas, solo
para descubrir poco más tarde la complejidad intrínseca que suponía
adaptar una obra tan compleja como poco visual. Plasmar la trama con
regusto a novela negra barata no resultaba mucho más complicado que
cualquier otra adaptación del estilo “Grandes Novelas Ilustradas”,
pero siendo consciente de sus propias limitaciones (algo que dice mucho
en favor de su honestidad y talento) David se veía incapaz de reflejar
toda la batería de conceptos enteramente abstractos que trufan la novela
dándole una personalidad arrebatadora.
Fue aquí donde un capricho del destino, o la pura coincidencia, hizo
que Spiegelman se pusiera en contacto con un ex alumno suyo, Paul
Karasik, de quien recordaba que sus ejercicios en clase solían ser
brillantes en lo referente a la representación conceptual de pasajes
literarios particularmente difíciles. Cual no fue su sorpresa cuando al
hacerle la propuesta, Karasik reveló que en su propia academia de dibujo
tenia al hijo del mismísimo Paul Auster como alumno (!), y que
intrigado por el renombre de su progenitor había empezado a leer su
obra…llegando a adaptar incluso varios pasajes de Ciudad de cristal por iniciativa propia (!!!)
Tras esta rocambolesca gestación se sentaron a la mesa, por fin,
Auster, Karasik, Spielgeman y un Mazzucchelli recuperado para el
proyecto con la finalidad de dar aire y ritmo al peculiar estilo
cuadriculado y encorsetado de su compañero a los lápices. El resto, ya
es historia.
El resultado final de semejante equipo creativo dio como resultado ya
no una “adaptación” a secas de la novela original, ni mucho menos, sino
una suerte de obra nueva, hermosa y original con personalidad propia,
como si fuera un libro nacido de otro libro. En él, se nos narran las
peripecias de Quinn, un escritor mediocre que suple la identidad del
detective Paul Auster tras recibir varias llamadas preguntando por este a
su número de teléfono. Su misión será la de proteger a un cliente,
también escritor, de su propio padre, un lingüista zumbao como una chota
que le encerró de pequeño para que aprendiera la verdadera lengua
olvidada de los hombres tras la construcción de la Torre de Babel. El
niño fue rescatado y su progenitor encarcelado; pero ahora está punto de
cumplir condena, y puede que vuelva sobre sus pasos para finalizar el
peculiar proceso educativo de su hijo que ríete tu del menestro Wert.
Ciudad de cristal, la novela gráfica, es un muy buen
ejemplo de que el cómic no es ningún hermano menor de la literatura,
sino una variante de pleno derecho de la misma, una forma de arte en
mayúsculas, tan respetable como cualquier otro, con multitud de estilos
que abarcan desde las más desenfadadas y también necesarias lecturas de
entretenimiento y evasión como puedan ser los tebeos de superhéroes,
hasta obras categóricas como es el caso que hoy nos ocupa.
Imprescindible a todas luces.
Lluís Ferrer Ferrer
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